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Las mujeres del narco: testimonios

Una inició en las filas del narcotráfico por dinero, no para hacerse rica —de antemano sabía que eso no ocurriría

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Una inició en las filas del narcotráfico por dinero, no para hacerse rica —de antemano sabí­a que eso no ocurrirí­a

Por Agencias Sandra (no es su nombre real) en ocasiones piensa que está muerta y otras que está en el limbo. Trabajaba para el Cártel de los Zetas, aunque cuando la arrestaron dijo que pertenecí­a al Cártel del Golfo. La Letra tiene pésima fama y sabe que los militares madrean con más energí­a cuando se confiesa pertenecer a esa organización. Inició en las filas del narcotráfico por dinero, no para hacerse rica —de antemano sabí­a que eso no ocurrirí­a— sino para mantener a su hijo y comprarse comida y sobrevivir. Ciudad de México.- Atendiendo las palabras de Sandra, en Tamaulipas es difí­cil conseguir empleo. Las maquiladoras se fueron huyendo de la (narco) violencia, algunas escuelas y universidades privadas cerraron por amenazas de muerte y extorsión, y los que se dedicaban al comercio dejaron sus negocios porque no les alcanzaba para pagar derecho de piso. Otros tiraron la toalla porque los secuestraban y robaban con el pretexto de que trabajaban para la organización contraria. Me da un ejemplo concreto, su tí­o: "Mi tí­o se quedó en la miseria, era carrero, vendí­a autos usados que traí­a de Texas. A él lo extorsionaban con cinco mil pesos a la quincena y un automóvil al mes o de lo contrario lo decapitarí­an. Una semana después, los autos que le robaban se los encontraba balaceados o quemados a las afueras de Ciudad Victoria. Por eso lo que más conviene en esta región es irse a vivir a Estados Unidos, o a otro planeta". Sandra sandra-1483497792 Dos aí±os han pasado sin que pueda verme en un espejo. Afortunadamente en una revisión las custodias se lo llevaron. Digo afortunadamente porque si en este momento viera mi reflejo, sé que verí­a una vela sin maquillaje a punto de convertirse en una plasta. La verdad sí­ me da tentación ver cómo es ahora mi rostro —confiesa Sandra, dos dí­as antes de que, con el afán de que pueda escudrií±ar su geografí­a facial, ingrese de contrabando al reclusorio un espejo de juguete que robaré a mi sobrina de seis aí±os; mi sorpresa la deprimirá un poco. La seducción o repugnancia que provoca la propia apariencia hace que las internas recurran a improvisados espejos como el interior metálico de las bolsas de Doritos Nachos, la parte plana de los cortaúí±as, y cuando llueve, los charcos de agua. Sandra me cuenta que entre compaí±eras son como un espejo. Apenas se les dibuja una ojera, irrumpe una espinilla o brotan puntitos negros en el rostro, luego luego se acercan y se comentan las propias novedades; lo mismo si engordan, adelgazan o se asoma una lonjita o estrí­as. "La soledad y el aburrimiento nos ha vuelto obsesivas", dispara Sandra. Recuerdo una postura opuesta a esta atracción por los espejos contenida dentro de Tlí¶n, Uqbar, Orbis Tertius. Dentro del relato, Bioy Casares y Borges expresan que los espejos tienen algo monstruoso. Bioy —por su parte— recuerdo haber leí­do que un heresiarca de un ficticio lugar llamado, Uqbar, declaró que "los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres". Se puede también agregar que los espejos —al igual que la prisión— funcionan como espacios de encierro en donde se disciplina y readapta el cuerpo para circular en la vida social. La vida es un baí±o fuera de servicio Empecé como sexoservidora. Antes habí­a intentado ser edecán: mis senos y mi vientre son mi orgullo porque a pesar de mi embarazo no tengo cicatrices. Metí­ solicitud a una agencia de modelos que solicitaba muchachas para promover productos en los centros comerciales de Ciudad Victoria, pero nunca me llamaron. Me empecé a desesperar. Anteriormente habí­a vendido zapatos en abonos, ropa usada en un tianguis y hasta de cuida nií±os a domicilio la habí­a hecho. En aquellos dí­as estaba saliendo con un muchacho. Me presentó a una chava que terminó siendo mi amiga. Esa amistad es clave para entender por qué estoy en prisión. Un dí­a me pregunta mi nueva amiga si quiero ganar dinero; me miraba necesitada. "Consí­gueme cinco muchachas, el trabajo es en una fiesta, te pagaré dos mil pesos más propinas". No me dijo nada más, pero imaginé por dónde iba todo. No logré conseguir a nadie, pero le dije que estaba lista. "Arráncate para San Fernando [Tamaulipas] y dime cómo irás vestida, pasarán por ti a la central de autobuses en una camioneta". Me recogieron unos sicarios que me trasladaron por una brecha, hasta un rancho como a treinta minutos del pueblo. Estuve tres dí­as sin hacer nada. La fiesta se habí­a suspendido porque los militares perseguí­an a los otros sicarios, los que habí­an solicitado acompaí±antes; se estaban escondiendo en el monte. Lo único que hice fue hablar por radio con un seí±or que dijo que pronto irí­a a conocerme, pero nunca llegó. Me dieron tres mil pesos y me regresé a mi casa. La verdad es que me asusté y ya no quise saber de ese ambiente. Geografí­a Corporal El encierro me ha provocado ataques de ansiedad, taquicardias. Simultáneamente grito, lloro y siento como que me hago humo; hasta mi sombra se ha enfermado. He tenido gastritis, migraí±a, me quejo de los rií±ones y se me ha caí­do el cabello. En libertad solamente pensaba en mi rostro, pero nunca en el resto del armazón. Ha cambiado la relación con mi cuerpo. Hace dos meses me diagnosticaron problemas de circulación sanguí­nea: várices, calambres en los músculos, anquilosamiento de rodillas debido a la inactividad, eran los sí­ntomas. Veintidós horas al dí­a estoy en la celda; a veces sentada, a veces acostada. Solamente me queda hacer ejercicio en una dimensión de tres por tres metros que comparto con siete mujeres acusadas de secuestro y delincuencia organizada. Una hora a la semana se me permite salir al patio, quince minutos de llamada telefónica y cuarenta y cinco minutos para jugar volibol o caminar alrededor de la cancha de básquet. El resto de los dí­as pienso que afuera ya estarí­a muerta y que por eso Dios me trajo aquí­. Cuando llegué a prisión sentí­ pavor de ser recibida con golpes y amenazas. Tení­a miedo de que alguien me esclavizara obligándome a lavarle la ropa, el sanitario o que me chantajeara con dinero para no putearte cotidianamente; afortunadamente no sucedió. Mi humilde familia me enví­a dinero cada que puede. En el Cereso me dan comida, pero para artí­culos de higiene personal y vestido, deben apoyarme desde el exterior. Las internas que reciben dinero me hacen esquina y me ayudan con una pastilla de jabón, algunas onzas de detergente o con medio litro de champú. Esporádicamente alguna agrupación cristiana gringa de California visita la institución para compartirnos la palabra del Seí±or, artí­culos de limpieza, ropa y alimentos. Ana En mi celda todas conocemos de memoria nuestras historias. Tengo una compaí±era que viene de San Fernando, Tamaulipas, es mi mejor amiga, se llama Ana (tampoco es su nombre real). Ella trabajaba en una taquerí­a ubicada sobre la carretera. Ganaba mil 200 pesos a la semana. La culpan de participar en la muerte de 120 migrantes encontrados en 2010 en las narcofosas de ese pueblo. Batalla bastante para que sus papás le enví­en dinero. En San Fernando no hay telégrafos porque los zetas quemaron las oficinas; decí­an que los empleados de ahí­ le pasaban información a los del Cártel del Golfo. Si su mamá le quiere depositar dinero tiene que trasladarse a Matamoros, a una hora de distancia, pero está cabrón porque esa ciudad es del Golfo. Y lo poco que le podrí­a depositar se lo gastarí­a en el pasaje de autobús. Matamoros está lleno de halcones por todos lados: los que venden dulces en las calles, los taxistas, los vendedores de periódicos, todos informan cuando ven a una persona nueva o sospechosa. Inmediatamente reconocen y secuestran para interrogar a quien no es de la ciudad. Una seí±ora amiga de sus papás les ayudó, una vez, a depositarle dinero, pero ya no lo quiso volver a hacer. Le da miedo que alguien la delate y diga que manda dinero a un penal de Baja California. ¡Imagí­nate que los golfos sepan que es para una mujer que vinculan con los zetas! En los sesenta y tres dí­as de arraigo que Ana tuvo en el Distrito Federal, sus padres no pudieron visitarla, tampoco la han visitado aquí­. Mientras la torturaban en el cuartel militar, después de que la "arrestaron" mientras esperaba el camión, los soldados de la marina cateaban su casa. Se robaron las credenciales de elector de toda la familia. También se llevaron maletas con ropa y tenis de sus hermanos y dinero que tení­a ahorrado su mamá de una tanda que estaba haciendo con las vecinas de la colonia; hasta una televisión de plasma se robaron. Como sus papás no tení­an credenciales, no pudieron ingresar al centro de arraigo. En San Fernando no se puede tramitar ese documento, se tiene que ir a Matamoros, pero como ya dije, los habitantes de San Fernando no pueden ir porque es plaza del Cártel del Golfo; si se aparecen en la ciudad los levantan. Lo mismo al revés, si gente de Matamoros va a San Fernando también la matan, pero los zetas. Solamente la pudo visitar su hermana y un sobrino, y eso porque vive en otra casa y los marinos no le robaron su credencial. Debut en la cárcel Pasaron dos meses y no conseguí­a trabajo, ni para comer traí­a. Desesperada, le marqué a esta amiga. Me pidió que fuera a verla a un café en Tampico, ciudad donde estaba yo ese dí­a, ya que a veces estaba en Ciudad Victoria. Estábamos desayunando chilaquiles cuando me dijo: "Toma quinientos pesos y este celular, ponte lista porque te van a marcar". Y sí­, al otro dí­a me marcó un tipo desconocido que me dijo que querí­a conocerme. Le dije que nos conociéramos y me contestó que me fuera otra vez para San Fernando, allá donde encontraron muchas fosas con cadáveres. "Si no tienes dinero, pide prestado y acá te lo repongo", me explicó. Me recogieron en la central de autobuses y me trasladaron a una casa de seguridad donde permanecí­ cinco dí­as. Lo único que hací­a era mirar la televisión, comer y platicar con los cuidadores de la casa que siempre estaban armados con metralletas R-15 y cuernos de chivo. Un dí­a acompaí±é a la operativa (sicarios) a colgar unas mantas donde avisábamos de un toque de queda en San Fernando. Nadie podí­a entrar ni salir, y el que saliera nomás ya no regresaba. Cuando hay toque de queda la gente se levanta por la maí±ana y sabe que a las ocho de la noche se tiene que guarecer. Es una forma de controlar que no entren de otra organización. Si alguien se enferma y requiere ir al hospital puede que lo dejen seguir su camino, pero nomás a esos. San Fernando es como un tesoro. Está en medio de dos fronteras, la de Matamoros y la de Reynosa. De donde vayas a fuerza tienes que pasar por ahí­ para llegar al norte. Por eso es el pueblo que está en disputa al cien. Tiene el mar a una hora y tiene lugares donde te puedes esconder. No lo deja en paz ningún cártel. Para los migrantes también es estratégico porque es por donde pasan para cruzar a Estados Unidos, también es su muerte. samfernadoro
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