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Famosas y vírgenes; mujeres de Pablo Escobar

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Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, lugarteniente y jefe de sicarios de Pablo Emilio Escobar Gaviria.

Por Agencias

Colombia.- "El Patrón sólo tuvo tres amantes. Las demás fueron mujeres de paso, hembras para una noche o un fin de semana. Por su cama gatearon desnudas reinas de belleza, modelos, presentadoras de televisión, deportistas, colegialas y mujeres del montón… Eso sí­, todas hermosas".

Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, lugarteniente y jefe de sicarios de Pablo Emilio Escobar Gaviria, con 250 muertes confesas y 3000 asesinatos planificados sobre sus espaldas, se emociona cuando habla de su "patroncito". El hombre de pelo raso, mirada penetrante y 22 aí±os de vida en prisión -condenado por terrorismo, narcotráfico y homicidios, y liberado el 26 de agosto de 2014- compartió durante casi una década crí­menes, tráfico de drogas, vida en familia, fuga en la selva, cárcel en La Catedral y noches de amores clandestinos con el más sanguinario, grande y peligroso capo de la droga de Colombia. "El patroncito fue un amante fogoso. En la cama siempre fue un caballero con las mujeres, fuera alguna de sus amantes o una simple prostituta de las muchas que nos acompaí±aron", se lo escucha repetir, con respeto y devoción, en cada una de las cientos de entrevistas que ha dado en la cárcel de máxima seguridad de Cómbita y en su "nueva vida en libertad" en Medellí­n. Lo que ocurrí­a debajo de las sábanas del Jefe del Cartel de Medellí­n nunca fue un secreto para Popeye: "Al patrón le elegí­amos las mejores jóvenes que acostumbraban ir a las dos discotecas de moda. Fue la época de oro de las mujeres paisas, cuando aún tení­an las tetas originales y el resto sin cirugí­as. Pablo tuvo blancas, morenas, trigueí±as, pelirrojas… Y casi no repetí­a: era raro ver a la misma muí±eca dos o tres veces con él. Eso sí­, le gustaban mucho las nií±as ví­rgenes". La mujer de su vida El amor de Escobar por su esposa Marí­a Victoria Heano Vallejo ("Tata" en la intimidad del narco) nunca estuvo en duda. El sicario lo define en dos palabras: "La adoraba". Era la madre de sus hijos, Juan Pablo y Manuela, y la mujer que habí­a elegido para formar una familia. Se habí­an enamorado cuando ella tení­a solo 13 aí±os: morena, pequeí±a, delicada, Pablo quedó prendado de la nií±a que aun jugaba con muí±ecas cuando la conoció en la pequeí±a casa del barrio La Paz de Medellí­n. Escobar era amigo del hermano mayor y, con 24 aí±os, la conquistó con poemas de amor, chocolates en cajas con moí±o y discos románticos de Raphael y Camilo Sesto. Escobar y Tata mantení­an un noviazgo que no contaba con el consentimiento de los padres de la jovencita. Pero Pablo habí­a decidido convertirla en su esposa y lo consiguió cuando Marí­a Victoria cumplió 15 aí±os. La adolescente abandonó su casa, se refugió en lo de su abuela en Palmira y lloró sus penas de amor en el regazo de la anciana. La seí±ora, confidente de su nieta, habló con un cura amigo para que la autorizara a casarse siendo menor de edad. Tomados de la mano, ante Dios y ante los hombres, los novios se juraron, en marzo de 1976, amarse hasta que la muerte los separe. "Me casó el mismo cura que me bautizó en la iglesia de La Trinidad. Estuvimos en Palmira dos dí­as, pasamos la luna de miel en casa de mi abuela y luego regresamos a Medellí­n", recordó Marí­a Victoria en el documental "El ciudadano Escobar". Ella conocí­a las infidelidades de su marido. Toda Colombia sabí­a de las mujeres que el narco pedí­a para las orgí­as en La Catedral, la lujosa prisión en donde acordó entregarse en 1991 para no ser extraditado y de la cual se fugó un aí±o más tarde. Las jovencitas, la mayorí­a de los barrios pobres, quedaban maravilladas por las cómodas habitaciones con muebles importados, las salas de pool y billar, la cancha de fútbol, la cascada natural y el dinero que los hombres del Cartel les daban luego del sexo y antes de despedirlas. "Pesaba mucho más la presión de la guerra que un reclamo por infidelidades, que era efí­mero para la dimensión de mi vida", explicó con dolor Marí­a Victoria muchos aí±os más tarde. Y aclaró que, ante todo, ella conoció al hombre que amó con locura a su familia. No al narco, no al infiel, no al cruel asesino. Ese amor por la familia fue el que llevó a Escobar a cometer el error que le costó la vida: estando prófugo los llamó por teléfono en dos ocasiones para saber cómo estaban. El 2 de diciembre de 1993, un dí­a después de haber cumplido 44 aí±os, fue acribillado por un escuadrón del Bloque de Búsqueda en un tejado de Medellí­n. Marí­a Victoria lo lloró sin consuelo. "Victoria era el amor de su vida. La protegí­a como el más preciado tesoro y nunca hubo nada que lograra cambiar su sentimiento", explicó Alba Marina Escobar, hermana y confidente del capo, en el libro "El otro Pablo". "Muchas hubo en su cama, pero una sola en su corazón", sentenció. Las noches de pasión con la reina de belleza Elsy Sofí­a Escobar Muriel tení­a los ojos azules, el pelo rubio, largo y ondulado, y un cuerpo infernal de medidas perfectas que la llevaron sin escalas al trono de Reina Nacional de la Ganaderí­a 1984. Pablo Escobar quedó impactado por esas curvas. Y la quiso como trofeo. Dí­as más tarde la jovencita entraba, fascinada y con sus mejores ropas, a una lujosa mansión construí­da al filo de la montaí±a que rodea el valle de Aburrá, en el barrio El Pobaldo, la zona más exclusiva de Medellí­n. "Acomodé el espejo retrovisor para admirar las dos bellezas que se asomaban por el escote de su blusa, podí­a intuir lo que ocultaba la delicada tela", se regodea Popeye, quien ese momento era guardaespaldas y chofer de la flamante reina y quien la llevó a esa primera cita y a todas las que siguieron. "Mis respetos para aquella hembra, pues debió ser muy buen polvo para que prolongara su relación con Pablo durante dos aí±os", reflexiona el sicario elevando sus ojos al cielo. Esos dos aí±os fueron suficientes para que la novia clandestina del capo del Cartel consiguiera un buen apartamento en Medellí­n, un auto, ropa de marca y joyas caras. Para Popeye también fue un tiempo de oro: "Me permitió conocer y empezar a trabajar con Pablo, el capo de capos…". El romance del narco y la reina de belleza empezó a escribir su capí­tulo final en los primeros meses de 1986. Y todo fue por un maldito helicóptero. Escobar y Elsy Sofí­a regresaban de una playa en el Pací­fico colombiano cuando el motor de la cola falló. El aparato se precipitó a tierra, quedó atrapado en las ramas de un frondoso árbol y sus ocupantes fueron expulsados violentamente de la cabina. Todos cayeron en un lodazal. Pablo salió ileso, sin un rasguí±o. El piloto quedó mal herido, el guardaespaldas tuvo fractura de fémur, y la amante del capo se quebró el brazo izquierdo. El helicóptero de apoyo, que siempre acompaí±aba al jefe del Cartel de Medellí­n, los llevó hasta la clí­nica Las Vegas. "Elsy Sofí­a frecuentó al patrón varias veces después del accidente, pero enyesada perdí­a el encanto", explica Popeye. Y relata, con lujo de detalle, cómo Escobar le contó el final con la miss colombiana. –Patrón, ¿cuánto duró con Elsy Sofí­a? -le preguntó Popeye. –Casi dos aí±os. Hasta que le entró la ambición– respondió Escobar. –¿Cómo la ambición? –Usted conoció el apartamento de lujo que le tení­a en El Poblado, los carros, las joyas y los viajes que le di. –Sí­, claro que me acuerdo del palacio donde ella viví­a. –Bueno, al final no estaba conforme y me pidió lo imposible. Después del accidente del helicóptero, con el brazo enyesado y todo, se le ocurrió ponerme un ultimátum: "Tu mujer o yo". ¡¡¡Imagí­nese!!! Hay que matar a Wendy La escultural Wendy Chavarriaga Gil, una modelo glamorosa, culta, con piernas eternas "que parecí­an salirle de la nuca", no fue solo una amante más: "Fue su segunda mujer, después de Tata", aclara Popeye. Aviones, autos caros, las mejores joyas, la ropa de los mejores diseí±adores de la alta costura, viajes de lujo. Todo lo que ella pedí­a, Pablo se lo daba. Durante un fin de semana de amor, escapando de su familia, la llevó a Nueva York y se pavoneó con ella por las calles de Manhattan: "El patrón contó orgulloso que un dí­a llegó con Wendy al reinado de belleza que se celebraba en la Gran Manzana y la gente se detení­a a mirarla como si fuera una de la candidatas", recuerda el sicario. "Lo único que el patrón le tení­a prohibidí­simo a sus amantes era que quedasen embarazadas". Y Wendy no cumplió. Un hijo fuera del matrimonio era algo inaceptable. Para Escobar la familia era sagrada. "Ella quedó embarazada por plata, pero el patroncito no quiso saber nada y le mandó a dos 'pelaos' y al veterinario para que le sacaran el bebe", cuenta con tremenda naturalidad Popeye. La durmieron y la hicieron abortar en la Hacienda Nápoles. Cuando la mujer despertó Escobar le informó que la relación habí­a terminado. Meses más tarde, John Jairo Velásquez Vásquez la encontró en una discoteca de moda en Medellí­n. Le ofreció una copa. Conversaron, bailaron, se sedujeron. Y se fueron juntos para el suntuoso apartamento que Escobar le habí­a regalado a la modelo en sus tiempos de amantes. El sicario se enamoró esa misma noche, entre sábanas de seda y copas de cristal con champagne francés. Al dí­a siguiente, Popeye le contó a su jefe que se habí­a enredado con Wendy. "Yo ante todo era leal a Pablo", explica. La memoria del sicario le permite recrear, frente a las cámaras de la tevé de Costa Rica, ese diálogo con Escobar. –¿Y qué tal Pope, estabas rumbeando ayer por la noche? – preguntó el capo narco–Estaba en la discoteca y me encontré con la Wendy – le confesó Popeye. –¿Cómo? ¿Y qué pasó –Me la llevé para la casa, patrón. Y nos enredamos ahí­ nomás. –Hace el amor muy bueno, Pope… pero déjeme que le diga que usted no es un hombre para Wendy: ella es para capos. Tenga cuidado, ahí­ hay algo raro. El lugarteniente jura que no se ofendió cuando Escobar le dijo que él era poca cosa para la modelo: "El Patrón hablaba francamente y miraba a los ojos. Yo era un sicario y ella buscaba narcos. Era una mujer muy cara. Los narcotraficantes en ese momento eran extremadamente ricos: tení­an aviones, haciendas, mansiones, autos de lujo que ni los más ricos tení­an. Yo no podí­a darle nada de eso. Por eso el patrón lo vio raro. í‰l tení­a un octavo sentido…". Pero Popeye siguió viendo a Wendy. Escobar, desconfiado, empezó a investigarla. Le mandó a intervenir el teléfono. Una grabación le mostró que no estaba equivocado. La modelo hablaba con un jefe del Bloque de Búsqueda, una unidad de operaciones especiales de la policia de Colombia, creada para capturar vivo o muerto al zar de la droga luego de su fuga de La Catedral. "Popeye no me dijo aún dónde está Pablo. Si, si, cuando me diga le aviso", le decí­a Wendy al oficial, dispuesta a entregar al hombre más buscado de Colombia. Se habí­a transformado en informante del Bloque. Todo ese tiempo habí­a querido vengarse y John Jairo sólo habí­a sido el seí±uelo que eligió para terminar con el hombre que la habí­a hecho abortar y la habí­a despreciado. Con la cinta en su poder, el narcotraficante mandó a llamar a su lugarteniente. El sicario recuerda con claridad ese dí­a: "La reunión fue tensionante. Estaba Pipina, la mano derecha de Pablo. Y yo sabí­a que cuando el patrón mandaba a matar a uno de la organización se lo encargaba a su mejor amigo. El ambiente se sentí­a pesado, pero yo me preguntaba '¿qué hice?'. Entonces, el patroncito me pone la grabación. Y escuché la voz de Wendy…". –¿Qué hacemos ahí­, Pope? Se acuerda que le advertí­â€“ le dijo Escobar mirándolo a los ojos. –Pues usted tiene toda la razón, patrón. Esto es graví­simo. Yo sé qué tengo que hacer. "Entendí­ que tení­a que matarla. El me trataba con carií±o, pero era el patrón de patrones. Las órdenes no se discutí­an. Yo la querí­a con toda mi alma, pero me sentí­ usado", advierte Popeye. Y luego, con un frialdad que estremece, relata cómo asesinó a Wendy Chavarriaga Gil: "Concerté una cita con ella en uno de los restaurantes de moda. Y mandé dos de mis hombres, porque yo estaba enamorado y no querí­a ser quien la matara. Me paré a media cuadra. No existí­an los celulares y llamé por teléfono al restaurante. Mis muchachos tení­an la orden de actuar cuando el camarero preguntara en voz alta por la seí±orita Wendy. Oí­ sus tacones aproximándose al bar, y luego los tiros y su grito… Querí­a oí­rla morir, porque yo me sentí­ pequeí±o, usado, idiota". –¿Se acercó a ella? – le preguntaron en la revista Semana de Colombia. –Sí­. La vi en el charco de sangre y sentí­ un cosa brutal de rabia, amor, tristeza y odio. Como si me saliera de dentro un espí­ritu maligno. Nunca he vuelto a sentir nada igual. Usted no sabe lo que es matar a una persona a la cual se adora. Pero Wendy habí­a traicionado a mi Dios que era Pablo Escobar Gaviria. Pablo, el pésimo amante Virginia Vallejo tení­a a los hombres más poderosos de Colombia a sus pies. Era la periodista y presentadora de televisión más famosa, la mujer más deseada, la diva que todos querí­an conquistar. Culta, de una familia de alta sociedad, educada en el Anglo Colombian School -hablaba inglés y francés a la perfección-, sabí­a tanto de polí­tica como de moda, y le gustaba sentir la adrenalina del peligro corriendo por su cuerpo. A nada le temí­a. Era vanidosa, altiva, audaz. Un cocktail irresistible para el jefe narco. Se conocieron en 1982 cuando ambos estaban en la cima de sus carreras. "Fue una explosión de pasión, amor y egos", recordarí­a aí±os más tarde Vallejo. Ella acababa de divorciarse de David Stivel, el gran realizador argentino, que se habí­a aburrido de los caprichos de su mujer: Virginia lo obligaba a dormir en camas separadas porque no le gustaba que nadie la viera despertarse a cara lavada, sin maquillaje. Pablo gastaba dos millones de dólares en gasolina para su avión sólo para verme. Dí­game si eso no es amor… La famosa presentadora era una mujer que nunca permanecí­a demasiado tiempo sin un hombre a su lado. Curiosamente fue su nuevo novio, Aní­bal Turbay Ayala, sobrino del ex presidente de Colombia Julio César Turbay, quien le presentó a Escobar. Pablo estaba dando una gran fiesta de fin de semana con 230 amigos en la Hacienda Nápoles. Un paseo campestre para que su invitados pudieran conocer el maravilloso zoológico con hipopótamos y jirafas que tení­a en su mansión. La primera vez que se vieron, Virginia quedó maravillada por "su enorme generosidad". Ella y su novio se encontraron con Escobar cuando regresaban del hospital de la hacienda, ya que habí­an chocado con un boogie durante un paseo por las instalaciones. "Pablo nos recibió y dijo que no nos preocupáramos por los daí±os, pues él tení­a muchos autos más", relató quien fue la amante del narco durante cinco violentos y tormentosos aí±os. Me enamoré perdidamente. Sentí­a que en los brazos de Pablo no tení­a nada que temer "Esa misma tarde estuve a punto de morir ahogada y Pablo me salvó la vida. Fui a nadar en uno de los rí­os de su propiedad y se formó un torbellino. Veí­a que habí­a cincuenta personas a mi alrededor pero nadie se daba cuenta de que estaba en peligro, que el agua me chupaba. ¡Ni mi novio me miraba! Y entonces llegó Pablo nadando hacia mí­, me abrazó, me dijo que él me tení­a, que me quedara tranquila. Y me salvó. Supe que en los brazos de ese hombre yo no tení­a nada que temer", confesó Virginia en una entrevista de tevé. Ese abrazo en el agua, esa piel contra piel, fue el comienzo de un tórrido, secreto y enfermizo romance: "Me enamoró perdidamente porque yo ví­ en él a un hombre muy generoso, un í­dolo entre la gente de Antioquia, un Robin Hood de los pobres". Pero también la enamoró la vida de pelí­cula que Escobar le ofrecí­a: "Gastaba dos millones de dólares en el combustible del avión sólo para poder verme". Virginia y Escobar estaban locos de amor. El habí­a quedado hipnotizado por su belleza, sus piernas largas, sus ojos almendra, sus pestaí±as eternas. Y su inteligencia: querí­a que ella fuera su biógrafa. Vallejo se derretí­a frente al narco: se habí­a olvidado de los bigotes rancheros, las camisetas a rayas, las medias amarillas, su gusto por desayunar frijoles con arepa, sus modales a veces rudos y los rumores que lo seí±alaban como el rey de la coca. "La coca no era algo tan grave como lo fue después", se justificó Virginia frente a un periodista en Miami. Por él habí­a "sacrificado" su vida de nií±a bien y sus exquisitas amistades de la alta sociedad. Escobar sabí­a que tení­an que ser discretos, porque los dos eran muy famosos en Colombia. Pero nada le importaba. Salí­a sin sus custodios y disfrutaba de las corridas de toros de la plaza de La Macarena. La llevaba a bailar rumba a Kevin, la discoteca de moda en Medellí­n. Le regalaba cuarenta o sesenta mil dólares y la enviaba a Parí­s o Nueva York, con la única condición y promesa de que gastara ese dinero en una sola semana. El increí­ble reloj Cartier de diamantes que le regaló Escobar fue el objeto que más brilló frente a las cámaras del Noticiero 24 horas, donde ella trabajaba. Pablo le daba todo y más. Un dí­a sintió que las joyas ya no alcanzaban y, conociendo la extrema coqueterí­a de su amante, le regaló algo que ninguna mujer podí­a soí±ar en Colombia: una cirugí­a estética. Eligió al mejor cirujano del mundo, al brasileí±o Ivo Pitanguy. Virginia regresó de Brasil con los pechos redondos y firmes y una nariz respingada de muí±eca. Estaba feliz. La vida de lujos y pasión de los amantes cambió para siempre el 30 de abril de 1984, cuando Pablo Escobar Gaviria mandó a asesinar al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla. Se transformó así­ en enemigo público, en un monstruo. El Estado lo perseguí­a: lo querí­an preso o muerto. El jefe del Cartel estaba obligado a huir y a vivir en las sombras. Virginia ya no podí­a verlo en la hacienda o las mansiones, ni los fines de semana en los hoteles cinco estrellas de Panamá. Empezaron las visitas clandestinas, el estrés, las agresiones verbales y también fí­sicas. En uno de sus últimos encuentros, Virginia llevó el libro "Veinte Poemas de amor…" de Pablo Neruda. Acostados, uno muy pegado al otro en la cama, le leyó "La canción desesperada" del poeta chileno. Abrazados, lloraron desconsoladamente, ante la inminencia de un final que se tornaba inevitable. La ruptura, sin embargo, nada tuvo que ver con el creciente baí±o de sangre que enlutaba a Colombia. Fue una simple cuestión de celos. Virginia se enfureció con Pablo cuando se enteró que él le habí­a regalado un collar de 250 mil dólares a otra mujer. Corrí­a 1987, y la bella amante dio el portazo para siempre. Desde 2006, Virginia Vallejo vive en un departamento de dos ambientes en Miami, donde se exilió bajo el régimen de testigo protegido por haber declarado contra las mafias de Colombia, los Cartel de la droga y los ví­nculos narco con la polí­tica. Escribió un libro "Amando a Pablo, odiando a Escobar", donde cuenta en detalle su romance secreto con el zar del Cartel. "En nuestra relación habí­a muchas emociones cruzadas. En Pablo yo encontraba protección y dinero, aunque también le tení­a miedo", confesó. A los 67 aí±os, ya no le teme a los detalles picantes. Y en la tevé de Miami disparó con munición gruesa contra Escobar: "Pablo se enfureció cuando se enteró que yo lo habí­a engaí±ado con el lí­der del Cartel de Cali, Gilberto Rodrí­guez Orejuela… porque los hombres temen que una le cuente al otro qué tal es en la cama, y Escobar era un pésimo amante… Pero él me amaba y yo lo amaba a él. Si gastar dos millones de dólares en combustible no es amor, ¿dí­game qué es?". La hermana de Escobar, Alba Marina, se enfurece cuando le nombran a Vallejo: "Esta mujer que asegura que fue el gran amor de Pablo y que guarda todos sus secretos, fue solo una de sus tantas amantes que lo cautivó y lo aburrió. Estuvo con ella hasta que se cansó y la envió a estudiar cine a los Estados Unidos para poder liberarse de su acoso. í‰l se beneficiaba de su imagen. El amor no se mide por los galones de gasolina o el precio de las joyas". Popeye, sin embargo, la desmiente: "Fue un gran amor. Una de las mujeres más importantes en la vida del patrón. No fue una amante, fue su mujer. Estaba loco por ella". Todas las nií±as ví­rgenes Cerca de las tres de la madrugada, Pablo Escobar Gaviria se despertaba sintiendo un antojo irrefrenable: querí­a comer arroz con huevos. Popeye iba presuroso a la cocina, prendí­a el fogón y echaba los cuatro huevos en aceite. Cuando comenzaban a freí­r, agregaba el arroz y los revolví­a. Escobar lo comí­a con un vaso de leche caliente y dos arepas. Al terminar pedí­a un café, también con leche, muy espumoso: "Batilo en licuadora", ordenaba. A esa hora hablaban de mujeres. "La única perversión que le conocí­, si así­ se le puede llamar, fue su fascinación por la pérdida de la virginidad de una jovencita heterosexual con una lesbiana experimentada", se atreve a la infidencia John Jairo frente a un periodista de la tevé colombiana. "Tení­a una celestina que le conseguí­a mujeres dispuestas a experimentar por primera vez los besos y las caricias de otra mujer, hasta lograr orgasmos múltiples", relata con una sonrisa desagradable el sicario. Y cuenta que Escobar tení­a un maletí­n con juguetes sexuales para sus noches de lujuria: "Lo llamábamos 'kit de carretera' yo se lo llevaba para noches especiales". "Cuando al patrón le ofrecí­an un show lésbico tradicional él lo rechazaba, lo suyo era presenciar esa experiencia intensa e irrepetible para una mujer. Me imagino que le gustaban los trí­os… Digo 'me imagino' porque lo que les cuento lo supe de su boca, pues esos encuentros pasionales eran privados. Yo nunca participé de una orgí­a con él", dice con seriedad. Para relajarse el zar de la droga le daba dos o tres pitadas a un cigarrillo de marihuana. Nunca probó la cocaí­na: ese era su negocio, no su vicio. Y tomaba solo alguna cervecita: jamás se emborrachó: "Cuando estábamos presos en La Catedral, las mujeres de la mafia llegaban y él compartí­a un rato con sus amigos o con nosotros, pero luego escogí­a a la mejor y se la llevaba para el cuarto". Las chicas ví­rgenes eran su debilidad. Lo dice el sicario, también los miembros del Bloque de Búsqueda que lo persiguieron durante aí±os y los artí­culos aparecidos en la prensa colombiana en esa sangrienta década. El escritor Germán Castro Caycedo detalló con precisión ese submundo en su libro "Operación Pablo Escobar". Escobar tení­a un grupo de chicos jóvenes, a quienes llamaba "Los Seí±uelos", quienes le buscaban muchachas de 14 a 17 aí±os que aún conservaran su virginidad. Los jóvenes las convencí­an de acompaí±arlos, se las llevaban al capo, y las nií±as tení­an su primera experiencia sexual en esos dí­as que permanecí­an a merced del narco. Casi todas eran de barrios humildes. A las más bellas, que dudaban y se resistí­an, llegaban a ofrecerles un auto o una moto de regalo. También un apartamento en un barrio popular. A las demás, dinero. Escobar afirmaba con el pecho inflado: "Estas chicas pierden la brújula con ver solamente un fajo de billetes". El comandante Hugo Aguilar Naranjo, uno de los hombres clave en la caí­da de Escobar, cuenta que esa debilidad por las nií±as llegó a oí­dos de la policí­a. Y los uniformados, luego de varias semanas de investigación, ofrecieron dinero por información. Así­ llegaron a uno de "Los Seí±uelos", quien aceptó llevarlos hasta "la mina de las muchachas puras", como llamaban al lugar donde los narcos buscaban a las jóvenes para prostituirlas. –Y, ¿cómo vamos a hacer la operación?- le preguntaron al chico. –Fácil: el próximo viernes voy a llevar a una muchacha a Cocorná, en la selva del Magdalena Medio. El Patrón va a estar allí­ esperándola. La chica tení­a 16 aí±os, era jugadora del equipo de voleibol de Antioquia: blanca, espigada, piernas largas, cintura mí­nima. La llevaron por aire y por tierra, esperando atrapar a Escobar por sorpresa. Pero la operación falló: el zar de la droga escapó y se ocultó en la selva antes de que pudieran caerle encima. Corrí­a el aí±o 1993 y las nií±as ví­rgenes comenzaron a ser un problema para los narcos. Los hombres de los Carteles de Cali y de Medellí­n les daban plata por sexo, pero también las hací­an hablar. Y las chicas contaban demasiado. Todos, en esa guerra sangrienta, las usaban de seí±uelos: narcos y policí­as. Comenzaron las redadas, los allanamientos, las búsquedas con datos que se perdí­an en la noche. Escobar parecí­a ser un fantasma. Quisieron atraparlo en su mansión de El Poblado, donde llevaba muchachas para fiestas con amigos. No resultó. Esa misma noche lo escucharon hablar por radio con Pinina, su mano derecha. Furioso, Escobar bramó: –¿Cómo es posible que nos caigan allá esas gonorreas? Malparidos, hijueputas… Nos están delatando. Es mejor darles un viajecito a "las palomas". A la maí±ana siguiente apareció muerta una bella jovencita, muy maquillada y con poca ropa. Y luego otra, y otra, y otra. Durante varias noches fueron apareciendo cuerpos de adolescentes en distintas partes de Medellí­n, en la carreteras desoladas de Envigado, en Itagí­, La Estrella, Bello. En total fueron 49 las nií±as asesinadas. Tení­an entre 15 y 19 aí±os, eran de clase media baja, algunas estudiantes, otras aspirantes a modelos o reinas de belleza. Todas desempleadas. Algunas fueron informantes de la policí­a, otras no quisieron entregar a sus amigos al Cartel, muchas delataron a los hombres de Pablo frente a los narcos del Cartel de Cali. Todas hablaron demasiado. Solo dos nií±as lograron sobrevivir a esa matanza. "Escobar no parecí­a tener lí­mites en la crueldad. Cuando hací­amos un allanamiento, ya fuera en busca suya o de los que estaban en aquel cartel de 'Se busca', mandaba matar a todos los hombres de las casas cercanas al inmueble allanado. í‰l nunca se metí­a con las mujeres, a excepción de las nií±as con las que hací­a toda una fiesta. Normalmente, en las familias respetaba a los nií±os y a la mujer", dice Aguilar en el libro de Castro Caycedo. Una de las chicas que le escapó a las balas del Cartel, habló con El Tiempo de Colombia. Su desgarrador testimonio desnuda la oscuridad del mundo de Pablo Escobar Gaviria. Y también la fascinación que el capo narco provocaba en toda Colombia. "A Sharon la mataron porque no quiso entregar a un muchacho que conocí­a. Ella se habí­a metido en muchos problemas porque era muy 'calentona' y conocí­a a todos los pillos. Una amiga mí­a me contó que la llamaron a la casa y le dijeron que se vistiera toda de blanco que iba a conocer a unos amigos. Ella se fue para la fiesta y no volvió. La torturaron, le picaron la cara con un cortauí±as. Toda picada, picada… Estaba embarazada de tres meses. También tení­a una nií±a de nueve aí±os. Después que la picaron le dieron como 28 tiros. Eran de la banda de Pablo", dice frente al periodista. "A otra 'pelada', que se llamaba Alexandra, también la mataron. Estábamos en una isla por Capurganá y ella dijo que conocí­a a un muchacho que resultó ser enemigo de Pablo. Sé que la mataron porque se la llevaron en la lancha y nunca llegó a Medellí­n. Yo oí­ por la radio que ellos conversaban: 'Lleve la marrana para la finca y mándela para el Bronx'", confiesa. "El Bronx", lo supo luego por boca de un sicario, era la orden para matar. "¿Y cómo le dicen ustedes a la gente que van a asesinar?", preguntó la nií±a. El narco respondió: "Marranos". Recuerda ní­tidamente su encuentro sexual con Escobar. Y hay algo en su relato que muestra, a pesar del horror vivido, la devoción por jefe del Cartel de Medellí­n: "Con Pablo estuve en el billar de La Catedral. Y también lo hicimos en un sillón, fuimos como cuatro mujeres. Después me quedé con él un rato más, pero lo vi tan callado que me fui con uno de los trabajadores que estaba ahí­. Nos tocaba estar con todos los que estuvieran en la prisión, pero primero era siempre él…". La adolescente cuenta que a todas las jovencitas les dieron 300.000 pesos colombianos por los dos dí­as que pasaron en La Catedral. Mucho dinero. Y que Escobar fue muy generoso con ella: "Me dio 500 pesos después de que lo hicimos". Pablo nos daba consejos como un padre. Nos decí­a que nos portáramos muy bien: “No sean mal habladas, nií±as, por eso es que las matan…” La crueldad estaba en los hombres del Cartel, en sus sicarios, no en Pablo, intenta hacer una imposible defensa del narco a lo largo de toda la entrevista: "Sinceramente ese hombre a mí­ no me hizo nada. Yo no sé, al final era como todas las personas. Era como muy callado, tení­a sexo con preservativo, siempre muy cuidadoso, y después salí­a a fumarse un cigarrillo de marihuana y se quedaba ahí­ pensativo". Estremece cuando explica, casi con inocencia, que muchas de esas chicas fueron asesinadas porque escucharon lo que no tení­an que escuchar y hablaron lo que tení­an que callar. Y que por eso terminaron con 20 balas perforando sus cuerpos: "Si hablabas o delatabas estabas muerta".

Con información de INFOBAE.

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