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CDMX: bajo el temor de la reconstrucción de vidas

Atestiguan saltillenses puños plagados de esperanza que se quedaron sólo en eso.

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Atestiguan saltillenses puí±os plagados de esperanza que se quedaron sólo en eso.

Por: Agencias

Ciudad de México.- El martes 19 de septiembre, a las 11 de la maí±ana, mi celular emitió un sonido que anunciaba el inicio del simulacro, estaba en mi trabajo, en las oficinas del PRI Ciudad de México.

El edificio que data de la época porfiriana está ubicado en la colonia Buena Vista, sobre la calle Puente de Alvarado. Sarita, la secretaria, y yo, nos levantamos con calma para ir al estacionamiento donde está marcado el punto de reunión. Me detuve a preguntarle a Don Ismael, el seí±or encargado del monitoreo de medios, si necesitaba ayuda, pues tiene un problema de ciática, por lo que camina lento y con bastón, me dijo que no, que ahí­ se iba a quedar.

Cuando la mayorí­a de los que estábamos en las oficinas estábamos afuera, se dio por terminado el simulacro y regresamos a nuestros lugares a reanudar labores.

Dos horas más tarde, sentado frente a mi computadora, sentí­ cómo el piso empujo mis pies. Extraí±ado, automáticamente dirigí­ la mirada hacia Sarita, quien gritó: “ahora sí­ está temblando” y salió corriendo de la oficina, me levanté para ayudar a Don Ismael, que me decí­a que me fuera, llegaron otros compaí±eros y salimos todos; no nos quedamos en el estacionamiento, llegamos hasta la calle.

El movimiento llegó tan repentina y bruscamente a la ciudad que las alertas no se activaron con los segundos de antelación que nos permiten ir hacia un lugar seguro. Tratar de caminar cuando la tierra se mueve es difí­cil, no se puede colocar un pie delante del otro con precisión.

Los cristales de la agencia de autos frente a nuestras oficinas empezaron a estrellarse, esa imagen fue impactante.

Cuando el movimiento cesó en lugar de regresar a la oficina me dirigí­ a mi casa, que está en la colonia de enfrente. El caos detení­a mi prisa, ver las cuarteaduras en los edificios también hací­a que alentara el paso, trataba de comunicarme con Iván, pero no lograba la llamada ni enviar mensajes.

Al entrar al departamento tomé a “Luzula”, la metí­ en su transportadora y regrese a la oficina, a la cual ya no podí­a entrar.

Cuando por fin pude contactar a mi novio, acordamos vernos en un punto medio, la Embajada de Estados Unidos, en Reforma, a unos pasos del íngel.

Caminé por Insurgentes, uniéndome a los rí­os de gente que se moví­an; civiles estaban dirigiendo el tráfico, otros más te decí­an por dónde no pasar, pues los vidrios de los aparadores y algunas marquesinas estaban a un respiro de caerse.

Al dí­a siguiente el ambiente de la ciudad era el de un ente cansado, poca gente se veí­a en la calle, las banquetas estaban acordonadas.

Muchas personas salieron a ayudar en las zonas más afectadas; no tení­a el valor de acercarme a esos lugares, temí­a que lejos de ayudar podrí­a entorpecer la labor de los rescatistas.

Tampoco podí­a quedarme sin hacer algo, así­ que me uní­ a las brigadas que preparaban comida para llevar a los albergues.

El sábado 23 volvieron a sonar las alertas, fue una réplica fuerte. La ciudad poco a poco ha retomado una nueva normalidad…

‘No querí­amos ser estorbo, querí­amos ser humanos’ Luis Lemini

Habí­an pasado 12 horas pero ninguno tení­a sueí±o, ni hambre. Un breve descanso en el departamento de la calle Marroquí­, en el Centro Histórico, se dejaba merodear por ese extraí±o sentimiento de culpa después de abandonar el apoyo en la colonia Roma.

Querí­amos ayudar y también querí­amos escribir, pero era tanta gente en las brigadas de rescate que entre la penumbra nos convertimos en estorbo.

Nos volteamos a ver. Ella, periodista amante de las letras y resistiendo a su propia crisis, abrazó la mí­a por no poder volver a mi edificio en la colonia Juárez. Ese corredor turí­stico-comercial se habí­a callado por primera vez en aí±os, pero no tan lejos, en la misma Delegación Cuauhtémoc, el silencio era inducido por el puí±o en alto de los rescatistas en la colonia Obrera.

A las 2 de la maí±ana del dí­a 20, el número 168 de las calles Bolí­var y Chimalpopoca ya se convertí­a en uno de los núcleos más espesos de las dudas que el sismo heredó en todos los edificios colapsados de la ciudad.

Sin importar la hora, los ví­veres llegaban al mismo tiempo que los relevos para levantar escombros. Por fuera, en Chimalpopoca, los vecinos organizaron toda clase de apoyos para distribuirlos como fuera necesario: comida, medicinas, chocolates, lámparas, baterí­as, café y agua en abundancia.

Fue hasta el amanecer cuando se presentó el personal del Gobierno capitalino sólo para retener las dotaciones con el argumento de que serí­an canalizadas a otros puntos de apoyo.

Los vecinos no estaban conformes: “nosotros lo trajimos, nosotros lo recibimos y nosotros lo compartimos”, pero nada pudieron hacer. Esos puntos permanecieron en el anonimato mientras algunos periodistas documentaron la existencia de bodegas con ví­veres que nunca llegaron a su destino.

Ella, amante de las letras, me miró con desconcierto, pero no pudimos reaccionar a tiempo. Varias camionetas con velocidad nada moderada se abrieron paso entre la multitud y en cuestión de minutos se habí­a instalado un miniset de televisión para transmisión en vivo en la misma calle Chimalpopoca, justo en una de las ví­as acondicionadas para la entrada y salida de ambulancias.

El conductor de televisión, de traje y con impecable peinado, bajó de su camioneta, realizó el enlace y se marchó. Fue el inicio de un desfile de micrófonos y cámaras que no obtuvieron más que una cuota para su trabajo.

Estaban por terminar las horas más importantes en las labores de rescate, pero los brigadistas simplemente salí­an en silencio y con el rostro gris. ¿Qué estaba pasando allá adentro? ¿Por qué las ambulancias entraban y salí­an… vací­as, según el Ejército? ¿Por qué los periodistas nacionales e internacionales estaban tras la rapií±a y sin un gramo de sensibilidad? Era el momento de entrar.

La vacuna contra el tétanos, cubrebocas, guantes y casco se convirtieron en el único seguro de vida entre los restos del edificio caí­do. Adentro habí­a solidaridad y ánimo, mucha fuerza pese a los desvelos; cada voluntario tení­a una historia que contar pero el final feliz nunca llegó, o al menos nunca lo supimos.

Todos los puí±os en el cielo que nos exigí­an silencio con la esperanza de una vida se quedaron sólo en eso.

Justo en el centro de la crisis conocimos quizás nuestro lado más humano.

Paredes que danzaron al ritmo de la tierra Renée Valle

No sé exactamente cómo sentirme. En realidad temo vivir un nuevo sismo de tal magnitud. Es realmente difí­cil pensar que ya ha pasado un aí±o pues aún lo siento demasiado reciente, aún quedan ecos y vací­os que dejó ese dí­a.

Mi primer sismo lo experimenté cuando tení­a alrededor de 6 o 7 aí±os, recuerdo temer porque el edificio de mi escuela primaria cayera sobre todos nosotros, resulta que aquí­ es muy tí­pico el tener escuelas de edificios altos, a diferencia de Saltillo.

Después de ese temblor no recuerdo ningún otro hasta el 8 de septiembre del aí±o pasado. Un dí­a antes sonó la alerta sí­smica por la noche, estaba sin pantalones y no sabí­a qué hacer. Era la primera vez que la escuchaba y me asusté, realmente no sabes qué está pasando.

Al siguiente dí­a hubo la misma advertencia, la alerta sí­smica existió de nuevo entre nosotros y nos poní­a neuróticos (sentimiento tí­pico de la ciudad). Salí­ corriendo, ya habí­a entendido que es necesario dormir con ropa puesta; aquí­ en la Ciudad de México puede pasar que esos trapos que llevas encima sea lo último que puedas llevar puesto en semanas.

De repente hubo luces en el cielo, así­ como rayos que iluminan en medio de una tormenta de lluvia, pero iluminándonos en medio del movimiento telúrico. Sentí­ que fue una eternidad. Paró y pasaron varios minutos para que yo quisiera estar dentro del departamento de la Narvarte, en donde viví­a.

Ese fin de semana me cambié de casa, me fui a vivir a un departamento en el Centro de la Ciudad de México, famoso por su inestabilidad arquitectónica cuando de temblores se trata.

Para el 19 habí­a diversos mensajes en Facebook que nos pedí­an que no temiésemos por nuestra integridad en el momento que sonase la alerta sí­smica, como recordatorio de lo sucedido en 1985.

Salí­ de clases a la 1 de la tarde. Estuve afuera del salón donde nos tocaba la siguiente y fui a platicar con las chicas de Historia del Arte pues se encontraban cerca de este.

Entonces una de ellas dijo: “Esperen, esperen, ¿Está temblando?”, después, un silencio sepulcral. Después a sentir el movimiento, siguiente, correr como loca hacia las escaleras.

Encontré a mi profesor en medio de mi escape, pues mi salón daba exactamente hacia las escaleras. Al fin sonó la alerta sí­smica. Nos miramos con los ojos abiertos, con espanto. Nadie dijo nada pues entendí­amos qué tení­amos qué hacer.

Las escaleras de madera por las que yo bajaba comenzaron a azotarse terriblemente contra las paredes del edificio de finales del siglo 16, el exconvento de San Jerónimo.

Llegué al fin a la puerta que me dejarí­a pasar al patio principal del edificio. Ahí­ me encontré en medio de muchas caras conocidas que lloraban, que se sentaban en el piso, mientras las campanas del exconvento se moví­an.

Se notaba lo endeble del edificio, pues veí­amos a esas columnas anchas que parecí­an de papel y danzaban al ritmo de la tierra.

Habí­a desmayos, golpes, confusión y muchí­simas lágrimas. No dejaba de temblar. Era eterno.

Conforme pasó el tiempo llegaron las noticias. Lloré cuando vi que sólo al cruzar de la calle de donde mi padre vive, se habí­an destrozado diversos edificios. No podí­a saber nada de él.

Mi madre me pudo contactar gracias a mis amigas, de otra manera, ella no sabrí­a si me encontraba entre los escombros.

‘Sentí­ el silencio que causa la incertidumbre’ Leticia Espinoza

Escuché la lluvia de escombros al caer y no pude evitar quedarme pasmada. En lo alto de uno de los edificios más daí±ados que formaban parte del complejo que un dí­a fue La Osa Mayor, los trabajadores golpeaban los pisos ya desiertos. Y otra vez el nudo en la garganta y las lágrimas a punto de rodar.

Quienes caminábamos hace unos dí­as por la acera de la pared de madera que divide la zona del desastre en las calles Dr. Lucio y Dr. Navarro no pudimos evitar detenernos, ¿para qué?, no lo sé, fue una mezcla de sorpresa y sentimiento, para recordar con aquel espectáculo de máquinas, golpes y polvo lo que nos sucedió el 19-S.

A lo largo del aí±o he visto cómo poco a poco dos edificios, El Centauro y La Osa Mayor, desaparecen de la geografí­a que a diario recorrí­a camino a mi departamento.

Entre los más de 14 pisos que conformaban los edificios al principio alcancé a ver las paredes rotas de ladrillo; los grandes boquetes dejaban ver las sillas, las camas o los libros que formaban parte de la vida de quienes habitaron los departamentos y que de la noche la maí±ana se quedaron sin hogar, veí­a cómo volaban las cortinas que apenas se podí­an detener, y de pronto aquí­ estaba, observando los últimos signos de vida de la Osa Mayor.

¿Quién puede olvidar?, ¿quién puede ser indiferente?, si en cada rincón de la ciudad un monumento como este nos recuerda que un dí­a la tierra quiso acomodarse y apenas resistimos.

El recuerdo de lo que a mí­ me sucedió está muy gastado, lo conté tanto que en este momento tengo bloqueada mi memoria, sólo puedo decir que la tierra me sacudió como se mueve la aguja de una brújula descompuesta, un movimiento de 180 grados después del mediodí­a cuando subí­a el segundo piso.

Ese dí­a no llegué a mi quinto piso, detrás de mí­, la fila de vecinos bajaba corriendo, ese martes no hubo comida ni universidad, desalojamos el edificio, peregrinamos y escuchamos las historias de la gente en pleno Reforma; caminé junto a Alejandra, mi amiga de Sonora, y Eric, mi gran amigo, nos dio asilo por unas horas mientras nos indicaban si podí­amos regresar a casa.

Ese dí­a volví­ a ver la televisión, volví­ a escuchar la radio en los puestos ambulantes, porque últimamente me he vuelto esclava del internet, en los medios no habí­a otra noticia que destrucción en los alrededores del área que habitaba y de la cual me habí­a alejado.

A unas cuadras la Osa Mayor, y más allá el desastre en La Roma y la Condesa; del otro extremo, en la Obrera, el edificio que fungí­a como fábrica de costura en la que las ví­ctimas fueron mujeres, no supe de esto hasta después de algunas horas, aquel temblor del que salí­ ilesa –como muchos capitalinos– habí­a cobrado vidas.

En aquel momento no dimensioné la tragedia, incluso fui optimista y llegué a bromear. Fue al pasar de los dí­as, con el recuento de los daí±os que me di cuenta de lo que estaba sucediendo en mi vida, sin embargo, ya tení­amos una semana sin dormir bien.

El temblor del 7 de septiembre nos habí­a preparado, me habí­a preparado para siempre: para dejar mi mochila a un lado con lo necesario para sobrevivir; para dormir con ropa, para baí±arme rápido, para dejar la puerta sin seguro, para colgar la llave en la perilla por si habí­a que salir corriendo; para inconscientemente buscar salidas de emergencia en los edificios que no conozco, para dejar entreabierta una de las ventanas y afinar mi oí­do para escuchar la alerta sí­smica, para distinguir entre un mareo, el movimiento de la cama y el de la tierra.

No tengo palabras para describir aquellos dí­as, no me alcanzarí­a el espacio para contarlo, y tampoco tengo mucho tiempo para hacerlo, aquí­ la vida sigue transcurriendo muy rápido, sólo por aquellos dí­as pareció detenerse.

Guardo cada recuerdo en mi corazón, la preocupación de mi familia para que regresara, mi obstinación por quedarme porque sentí­a que esta ciudad que me ha enamorado, me necesitaba; vi tanto dolor y tanta solidaridad, sentí­ ese silencio que causa la incertidumbre en los lugares de las tragedias y vi con mis ojos a tanta gente con el puí±o en alto.

A un aí±o de este terremoto de emociones, cuando veo desde mi ventana el cascarón del edificio de la Osa Mayor, y después de escuchar el ruido ensordecedor de la lluvia de escombros, cuando veo el derrumbe, sólo puedo agradecer que estamos vivos.

Con información de Julián Cárdenas

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