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La pobreza que mata: el suicidio de una madre mexicana que se llevó a sus hijos

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Nadie muere de hambre. Se muere de pobreza, como le pasó a Sol y sus hijos.

Por: Vice News Esa muerte comienza con el primer dí­a de un estómago vací­o, cuando las piernas y los brazos se debilitan. Los niveles de azúcar caen y sube a la cabeza un dolor punzante. Si la falta de comida persiste, el organismo oxida la cetona y los ácidos grasos que están en la reserva del cuerpo. El pensamiento se nubla, el ánimo decae, el agotamiento se instala. El cuerpo desintegra las proteí­nas de los músculos. Duelen las articulaciones, los ligamentos, el pecho y los ojos pierden brillo. La falta de alimentos golpea al hí­gado, los rií±ones, el bazo. Arde el estómago, el corazón amartilla con taquicardias, los pulmones se aletargan. No hay vigor para caminar, para trabajar o para hablar. El cuerpo enfermo contagia a los sentimientos y una profunda depresión nubla al que sufre. La comida se vuelve un pensamiento obsesivo que desespera y obliga a repensar la vida, pero eso se hace postrado en una cama o en el piso, porque las corvas ya no tienen cómo mantenerse firmes. Se enciende el modo de supervivencia y el famélico siente como si el cuerpo se mordiera a sí­ mismo para convertir las entraí±as en combustible. Se acumulan fluidos que inflan los pies, las muí±ecas, el vientre. La piel se reseca, las uí±as se quiebran, los dientes se destemplan, el cabello se cae cada vez que la angustia hace que las manos vayan a la cabeza. La mente sufre con las alucinaciones, la pérdida de memoria, la desorientación de tiempo y espacio. A esas alturas, el estómago está hecho un desastre. Ni siquiera un bocado puede paliar el sufrimiento. Las únicas opciones son la alimentación intravenosa o la muerte. El fin llega entre los próximos 20 y 40 dí­as sin alimentos. El final de la agoní­a es incierto: nadie muere de hambre, sino de hipotermia, un infarto cardiaco o un paro pulmonar. Lo único seguro es que será una muerte dolorosa a la que se llega con el cuerpo colapsado, un final indigno para cualquier ser humano. ¿La joven Sol sabí­a que eso sufre una persona, cuando la pobreza extrema la ahorca? ¿Conocí­a el dolor fí­sico y emocional que causa no tener lo indispensable? ¿Eligió suicidarse y matar a sus hijos para no tener que sufrir ese final?

Huele a muerte

La maí±ana del 30 de agosto de 2016, los habitantes del fraccionamiento Los Agaves, en el municipio de Tlajomulco, Jalisco, al occidente de México, se despertaron envueltos en un olor nauseabundo. Mientras dormí­an, un olor fétido se habí­a metido a sus casas por los barrotes de las ventanas y debajo de las puertas, y habí­a impregnado la ropa de cama, los trastes que escurrí­an, los cuadernos en las mochilas, todo lo que estuviera en contacto con el aire. Siete dí­as antes habí­a comenzado un ligero mal olor, pero ese martes se habí­a transformado en un manto invisible que provocaba arcadas. El aroma habí­a avanzado en los dí­as que el vecindario de casas de interés social se negaba a decir lo que la mayorí­a pensaba: huele a muerte y el origen es la casa de Sol, de 35 aí±os, y de sus hijos Alberto, de 14, y í“scar, de 7. Cuando llegó el atardecer, el olor ya era demasiado intenso como para seguir en negación. Era picante a ratos y sofocante la mayorí­a del tiempo, así­ que una mujer marcó al número de emergencia 066 y a las 6:59 de la tarde se registró en la base policial "Palomar" una petición anónima de apoyo para saber qué sucedí­a dentro de esa casa de paredes blancas y reja negra, donde se habí­a instaurado un largo silencio que preocupaba a la comunidad. Desde que entraron al fraccionamiento, el policí­a S. y su pareja, a bordo de la patrulla TZ268-5 de la policí­a municipal, intuyeron lo que iban a encontrar. En cuanto cruzaron la reja principal de Los Agaves, a 150 metros de casa de Sol, en la calle Capela, percibieron que olí­a a muerte, pero tampoco quisieron decirlo en voz alta. Se estacionaron frente a la puerta, tocaron sin encontrar respuesta y se miraron, como si quisieran decirse "va a ser una noche larga". Llamaron a la Dirección General de Protección Civil de Tlajomulco y se sumaron dos funcionarios. Los cuatro, frente a la puerta y de espaldas a los vecinos que miraban angustiados, forzaron la entrada e ingresaron. Un golpe de gases se les metió por la nariz y empujó desde el estómago un latigazo de vómito. Todos, adentro y afuera, contuvieron la respiración, aferrados a la esperanza de que la culpa fuera de una tuberí­a rota en el drenaje, mientras Sol y sus hijos estaban en unas vacaciones tan discretas que nadie los vio salir. Minutos después, llegó el oficial de más alto rango en el municipio, César Navarro, el comisario de la policí­a municipal. Cruzó la puerta y vio la diminuta sala, amueblada sólo con lo indispensable, pegada a una minúscula habitación. Giró a la izquierda, cruzó el comedor y miró al fondo la cocina, el baí±o y una zotehuela. Todo enano y precario. Caminó y entró a la segunda recámara. Y ahí­ estaba el origen del olor, tal y como se lo habí­an anunciado por radio. Tres cadáveres tan descompuestos que, por su experiencia como policí­a desde 1987, calculó con sólo verlos que llevaban ahí­ una semana. Eran Sol, Alberto y í“scar. La escena fue fotografiada y guardada en el teléfono del comisario Navarro: el cuerpo de Sol tendido en el piso, a los pies de las dos camas que habí­a en la recámara. En una estaba Alberto, tan hinchado que su cuerpo parecí­a el de un adulto; en la otra, í“scar, acostado de lado, acompaí±ado por un alebrije de peluche. Minutos después, los peritos notarí­an que las puertas y ventanas estaban fuertemente cerradas por dentro, que las llaves del gas de la estufa estaban deliberadamente abiertas. Y encontrarí­an once hojas escritas a mano. 'Los vecinos dicen que era muy trabajadora... solo que no le alcanzaba'. La carta, cuentan quienes la leyeron, era un testimonio de depresión, enojo y frustración, pero sobre todo mostraba el deseo de Sol por ser perdonada, aunque también era un esfuerzo por explicar su suicidio y el asesinato de sus hijos: la vida es insoportable cuando la pobreza es tan fuerte que asfixia. La vida de Sol, tanto como su muerte, se llenó de dudas: ganaba 800 o 900 pesos a la semana como empleada en una maquiladora de material electrónico o en su nuevo trabajo como vendedora de pan. Ella sola sostení­a a sus dos hijos, porque viví­a lejos de su familia o no tení­a contacto con ellos desde tiempo. Hace semanas o meses se habí­a convertido en el único sostén de la casa, cuando su esposo o novio la abandonó y le heredó una deuda de 300 o 600 pesos semanales como parte del crédito que le dio el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores. Llevaba semanas recibiendo llamadas y visitas intimidantes de "abogados del gobierno" que querí­an echarla su casa. Y como Sol no tení­a dinero ni más familia cercana que sus dos nií±os pequeí±os, aquella tarde lo único que sí­ tuvo fue la certeza de que debí­a terminar con su vida y la de su familia. El fraccionamiento se convirtió en funeraria. Entre llantos apretados y oraciones en voz baja, los vecinos vieron cómo los cuerpos fueron retirados de la casa. La puerta se cerró por última vez y detrás de ella quedó un refrigerador casi vací­o y, sobre la mesa del comedor, una taza con un par de billetes y unas pocas monedas, que los peritos creen que era todo el ahorro que le quedaba a Sol. Creen que cuando contó el dinero y supo que, otra vez, la vida la asfixiaba, eligió sus pasos finales: escribir la carta, acostar a sus hijos, acercar al más pequeí±o un peluche, cerrar herméticamente la casa, cerciorase que estuvieran profundamente dormidos, abrir las llaves de gas y acostarse con ellos hasta que la muerte llegara por los tres. Al dí­a siguiente, la maí±ana del 31 de agosto, los habitantes de Los Agaves aún despertaron envueltos en un intenso olor que, como la tristeza, tardarí­a dí­as en disiparse. La casa de Sol seguí­a callada, sellada y frí­a. Lo único que habí­a cambiado en el paisaje era una veintena de veladoras derretidas que se apagaron en la soledad de la madrugada.

La pobreza que mata tiene nombre

Hay dos formas de contar la pobreza que mata: una es con cifras y otra es con nombres y apellidos. Para lo primero basta con escribir que las estimaciones de la ONU indican que todos los dí­as mueren 24.000 personas por causas relacionadas con la pobreza extrema. Para la segunda forma, hay que contar las historias de hombres y mujeres con el estómago vací­o y la cabeza llena de desesperación. Contar que el mundo alguna vez fue hogar de Maftnuna Rakhmonova, de 21 aí±os, quien en junio de este aí±o caminó con su bebé en brazos hacia un rí­o en Vahdat, Tayikistán, para que las dos murieran ahogadas. Que hubo un vendedor ambulante de 26 aí±os llamado Mohamed Bouazizi, quien en 2011 se prendió fuego frente al Palacio de Gobierno de Túnez, desesperado por la sordera del gobierno ante su situación económica, y cuya muerte inspiró el movimiento llamado La primavera árabe. Que existió un matrimonio de viejos enamorados, Pedro Taberner, de 68 aí±os, y Jovita Rovira, de 67, que en 2013 ingirieron al mismo tiempo una dosis letal de medicamentos, porque el banco los echarí­a a la calle por no poder pagar el crédito hipotecario de su piso en Mallorca, Espaí±a. Que, incluso, el alguna vez quinto hombre más rico de Alemania, Adolf Merckle, acabó prematuramente su vida en 2009, cuando se arrojó a las ví­as del tren en Baden-Wurtemberg, agobiado por la impagable deuda que generó a sus negocios la crisis económica mundial. Recordar a los habitantes del sur de Estados Unidos, que se dispararon en la sien cuando vieron que el colapso de Wall Street en 2008 arrastró con sus negocios familiares. Y a los aborí­genes de Kimberley, Australia, que se asfixiaron con el estómago vací­o. Asia, ífrica, Europa, América, Oceaní­a. Ninguna región se salva. 'Definitivamente, ha crecido la cifra de suicidios que tienen que ver con pobreza'. En México, para escribir de cifras pobreza hay que trazar una gráfica que crece: en el aí±o 2000, habí­a 40 millones de pobres, pero también existí­a la esperanza de que el nuevo milenio redujera esa cifra. Dieciséis aí±os después, en el gobierno de Enrique Peí±a Nieto, ese grupo creció a 55,3 millones de pobres. De ellos, 24,6 millones no puede costear una canasta básica. Uno de cada 10 mexicanos viven "pobreza extrema", que es otro modo de decir que no compran ropa, no invierten en una escuela, no compran alimentos — comen lo que cosechan — y ni hablar de diversión. El encargado de la Cruzada Nacional Contra el Hambre gana 189.944 pesos mensuales [unos 9.997 dólares]. El titular de la Comisión Nacional de los Salarios Mí­nimos gana 173.436 [8.671 dólares] cada 30 dí­as. Y un diputado federal integrante de la Comisión de Atención a Grupos Vulnerables se embolsa 74.279 [3.713 dólares] cada quincena. Ellos y un puí±ado de servidores públicos que delinean polí­ticas públicas, son la esperanza de millones de mexicanos que sobreviven con menos de 19 pesos al dí­a, bebiendo agua hervida, té de orilla quemada de tortilla o el maí­z que cosechan para mitigar el hambre. Su futuro no luce prometedor: la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) informó el aí±o pasado que México, Guatemala y Venezuela son los únicos paí­ses de la región donde la pobreza no tiene freno y crece. Y cuando las carencias van al alza, también los suicidios en el paí­s: datos oficiales reflejan que entre 2000 y 2013, los casos de personas que se quitaron la vida crecieron un 40 por ciento: de 3,5 a 4,9 por cada 100.000 habitantes. Alejandro íguila, director y fundador del Instituto Hispanoamericano de Suicidologí­a, también ve un incremento de casos relacionados con la pobreza. "Definitivamente, ha crecido la cifra de suicidios que tienen que ver con pobreza. Yo lo veo con mis pacientes: aumenta con la exigencia social de los bienes materiales. En tiempos de crisis se intensifican los casos, como pasó en 1995 con la devaluación del peso", seí±aló íguila. "A mis pacientes les explico que esto es como un costal. Cualquier situación precipitante —como una mala situación económica— dispara la sensación de que ya no se puede más. La decisión de un suicida tiene origen en las emociones, no en la razón. Por eso no ven soluciones, aunque sus problemas puedan tener arreglo. La angustia y la desesperanza es demasiada... y sí­, claro, ahora la pobreza es un factor determinante". Ellos, a quienes la pobreza les ha quitado la voluntad de vivir, han llevado a México a ocupar el lugar 48 de la lista de 171 paí­ses con más suicidas en el mundo, según los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud: unos 6.000 casos cada aí±o. 'Es muy difí­cil aceptar que ya no podremos verlos, la tristeza que sentimos es inmensa'. Pero esos son números. Si se quiere contar vidas de personas, en lugar de datos frí­os, hay que nombrar algunas de las ví­ctimas recientes de la pobreza que mata en México: en 2015, Juanita Ramos, de 34 aí±os, asfixió a su bebé Ricardo Bosada y luego se colgó de una viga en su casa en Villahermosa, Tabasco —su carta póstuma decí­a "Perdóname Isidro por lo ke boy hacer pero estoy de nuevo endeudada Me llevo a Richi con migo porque tu no lo vas a poder cuidar Dile a Josue que me perdone y degalo con su familia Cuida a Juán Perdoname "—; el aí±o pasado, Fernando Fuentes hizo cuentas y se percató que su desempleo habí­a perdurado tanto que no podrí­a comprarle regalos de Navidad a sus hijos, así­ que a los 27 aí±os se colgó en el baí±o de su casa en Matamoros, Tamaulipas. En ílvaro Obregón, Ciudad de México, también el aí±o pasado, íngel Salvador escribió una carta en la que acusaba deudas impagables, luego asfixió a sus tres hijas de 7, 9 y 11 aí±os, siguió con su esposa y se disparó en el rostro; y este septiembre, Paula Castaí±eda, de 10 aí±os, murió en Mazatlán, Sinaloa, de un paro cardiaco que su cuerpo debilitado por el hambre no pudo resistir. Murió pesando sólo 10 kilos. Norte, centro, sur. A esos casos, y a cientos más, hay que sumar el caso de Sol, Alberto y í“scar. "¿Qué habrá sentido Sol cuando decidió abrir las llaves del gas?", se preguntó el comisario Navarro, a quien el olor a muerte se le quedó tan impregnado, que la madrugada del 31 de agosto tuvo que baí±arse en el patio de su casa para no llevar la fetidez hasta su cama. "Ni siquiera puedo imaginarlo. En la carta, ella argumenta problemas económicos, presión de abogados para perder la casa y la separación del marido. Los vecinos dicen que era muy trabajadora... solo que no le alcanzaba". Pero Sol no hizo todo sola. Su entorno tuvo un papel determinante: Tlajomulco es un municipio tan grande que le cabe cuatro veces la capital, Guadalajara. Sus zonas boscosas son ideales para que el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) esconda laboratorios de metanfetaminas y ordeí±e ductos de petróleo fuera de la vigilancia de las autoridades. Al menos, trece pandillas merodean a los nií±os. La tarea de seguridad pública se antoja difí­cil: en los 640 kilómetros cuadrados del municipio sólo hay 86 cámaras de vigilancia y 620 policí­as municipales cuidan a 655.000 habitantes... más la población flotante. Además, el municipio tiene un grave problema: el 86 por ciento de los créditos del Infonavit para comprar una casa en Jalisco están en Tlajomulco. El gobierno federal y estatal han decretado que ese municipio debe ser una especie de "ciudad dormitorio" para la capital, aunque se encuentre hasta a dos horas de distancia de los principales centros de trabajo y sea difí­cil para el municipio llevar agua, luz, drenaje y seguridad. El resultado es que hoy Tlajomulco tiene 220.000 viviendas con alguna problemática y 12.000 en franco abandono. Y, pese a ello, tiene casas preaprobadas para un millón de personas, la mayorí­a migrantes que trabajan mucho y duermen poco y no tienen tiempo para conocer a sus vecinos. 'En la carta, ella argumenta problemas económicos, presión de abogados para perder la casa y separación del marido'. En educación, Tlajomulco es número uno en aulas provisionales. En salud, la única clí­nica familiar atiende sólo a 50 personas diariamente, aunque cada maí±ana se formen 500. En transporte público, no ha habido una gran obra en los últimos 15 aí±os. Y en servicios urbanos, varios fraccionamientos en la periferia del municipio no cuentan con agua potable, como Los Agaves, donde viví­an Sol y sus hijos. La polí­tica de "ciudad dormitorio" ha creado otros problemas: los padres pasan demasiado tiempo afuera de sus casas, lo que ha disparado los casos de violencia sexual, robo a casa habitación e invasión de predios. El poco dinero que ganan sus habitantes se esfuma en transporte y en enrejar las casas para proteger lo poco que tienen. Por eso, las carencias crecen: datos oficiales ubican al 44 por ciento de los tlajomulquenses en algún grado de pobreza, principalmente patrimonial y de alimentación. "Hay complejidades, hay pandillas, hay pobreza, hay violencia. Es un caldo de cultivo, y evidentemente tenemos que ir reaccionando lo más pronto que podamos", admite el alcalde, Alberto Uribe, un abogado de 44 aí±os que dejó en pausa su ingreso a un doctorado en Italia para gobernar un lugar complejo. El dí­a que conversamos, la policí­a "sólo" encontró dos cadáveres tirados en el municipio. Si alguien quisiera ver a Tlajomulco desde lo alto, tendrí­a que caminar hasta la punta del Cerro del Gato, donde en 2014 hallaron una 'narcofosa' con seis cuerpos. Así­ tendrá una vista del municipio: un territorio mitad concreto gris y mitad zona natural que dominan el crimen organizado, las pandillas y el hambre. untitled-article-1474485335-body-image-1474497412 "Yo estoy convencido de que estoy loco", dirá el alcalde un dí­a antes de recibir el Premio Alcaldes de México en la categorí­a Protección al Medio Ambiente. "Pero alguien tiene que mejorar Tlajomulco". "Y sobre esa mujer, Sol, me duele que la mujer se haya suicidado, pero me duele más que haya matado a sus hijos. Que no les haya dado una oportunidad".

La tristeza y el consuelo

Esto es lo que queda: en un rincón de México, donde el 1 por ciento de los habitantes tiene el 43 por ciento de la riqueza del paí­s, alguien colgó un cintillo negro, en seí±al de riguroso luto, en la entrada del fraccionamiento Los Agaves. Dentro de ese vecindario, alguien puso tres moí±os en la entrada de una casa: uno rosa con encaje blanco, que simboliza a la mamá, y dos azules en representación de los hijos. Afuera de esa casa, un sello impide que se abra la reja. Una cinta amarilla bloquea el paso y delimita la escena del crimen registrada en la carpeta de investigación 29628/2016 de la Fiscalí­a General del Estado de Jalisco. En el árbol más próximo a la casa, una cartulina clavada tiene pegada tres fotografí­as: una de Sol posando para la cámara, sonriente, divertida, haciendo la seí±al de "amor y paz", mientras saca la lengua; otra de Alberto con semblante serio y su playera favorita; y una de í“scar, sonriente, con ojos de media luna. "Descansen en paz. Me embarga una gran tristeza al saber que 3 personas an partido, ahora disfrutan de la compaí±í­a del Seí±or. Es muy dificil aceptar que ya no podremos verlos, la tristeza que sentimos es inmensa pero quiero pensar que alla arriba estaran bien, tu y tus hijos, descansen en paz amiga mia", escribió alguien en la cartulina que está arriba de una mesa con tres floreros y veladoras que, si se apagan, alguien rápidamente volverá a encender. La vecina Rufina León ha tenido que medicarse contra la ansiedad que le ataca cuando recuerda que su amiga y sus hijos ya no están. Los amigos de Alberto rehúyen al lugar. Los de í“scar preguntan dónde está el cielo para ir a visitarlo. Los vecinos se reúnen afuera de la casa en las noches siguientes al hallazgo. Rezan, cantan, lloran, se abrazan, se ofrecen café y pan. No hay reclamos para Sol, al menos no en público. Sólo acompaí±amiento a su memoria. Nadie juzga a la mamá que decidió llevarse a sus hijos: de algún modo, en Los Agaves, la mayorí­a entiende la desesperación que causa la pobreza. Los restos de Sol, Alberto y í“scar pasaron un dí­a más juntos en el Servicio Médico Forense del gobierno de Jalisco. Los tres se separaron el 2 de septiembre, cuando el papá de los nií±os reclamó los dos cuerpos y la mamá de Sol se llevó a su hija para ser sepultada. Lo que queda es el consuelo en el vecindario de que, donde sea que estén los tres, nadie puede morir de hambre ni de pobreza. Y una hoja sobre el césped del patio de la casa. La tarea de un nií±o —tal vez í“scar— a quien su profesor le pidió investigar "¿Qué son las nubes?". untitled-article-1474485335-body-image-1474496964
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