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El Faro Rojo: Las colegialas, deseo prohibido

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Por: Rosendo Zavala Cerrando los ojos con miedo para no atestiguar la vileza de sus atacantes, Ariana lloraba en silencio mientras los verdugos concretaban la orgí­a donde ella y sus amigas se transformaban sin querer en objetos del placer ajeno. Sin poder espantar el terror que sentí­a, la estudiante de pedagogí­a se aferró a la cobija de la cama donde fue ultrajada sin piedad, y en el silencio de la oscuridad provocada, escuchaba el gemir de las otras colegialas que también padecí­an el mismo infierno. NOCHE DE CHICAS Aprovechando que el fin de semana habí­a llegado, las compaí±eras de cuarto que residí­an en el viejo edificio de la Zona Centro planearon divertirse porque la ocasión lo ameritaba: estaban recibiendo visita de Monclova y decidieron brindar en grande por tan especial encuentro. Justo cuando caí­a la noche saltillense, una turba de pubertas se apostó en el exterior de la habitación marcada con el número 27, la misma que se convertirí­a en escenario de la trágica maldad que las alcanzó de repente. Entre la euforia del reencuentro escolar, las féminas gozaban el momento que les hizo olvidarse del mundo, porque la escuela habí­a quedado en un receso obligado y sus deseos de convivir se agrandaban a cada momento. Así­ transcurrió la noche que prometí­a ser histórica, con los rí­os de refresco donde se sumergí­an las menores que ahogadas en sus charlas triviales no advirtieron la presencia del enemigo, en un error de apreciación que las marcarí­a por el resto de su vida. Desde la ventana del apartamento de Ariana, el movimiento de los autos que transitaban por la calle emanaba el ruido que se perdí­a con la música estridente que retumbaba entre las paredes de la habitación, donde la felicidad de las estudiosas parecí­a ser absoluta. Pero la algarabí­a de estas se morirí­a atrozmente, cuando el terror tocó a su puerta en forma de hombre y sin que pudieran advertirlo entró al cuarto, dando forma a la desgracia donde las melodí­as se transformaron en llanto con el amanecer del sábado. Con la euforia a flor de piel, las colegialas recordaban los pasajes de su corta vida en las colonias de Monclova donde habí­an crecido. Aún no llegaban a la mayorí­a de edad, pero el destino se habí­a encargado de reunirlas en la capital del estado. TRíGICO DESTINO Visualizando su reunión como la mejor del aí±o, las aspirantes a maestras se dejaron llevar por el momento, traicionadas por la nostalgia que ya entrada la madrugada les hizo descuidar el nicho donde se divertí­an sin freno. Al mismo tiempo, dos parranderos que radicaban cerca deambulaban por los pasillos del inmueble que daba a Pérez Trevií±o, ingresando con naturalidad tras ser “empujados” por los efectos del alcohol que se estaban bebiendo. Tras notar que el acceso de uno de los departamentos estaba abierto, los desconocidos se metieron para seguir su parranda atraí­dos por el ruido rí­tmico que emanaba de la pieza habitacional donde se atascarí­an de cuerpo ajeno. Entre la lluvia de murmullos que atestaban el sitio, los visitantes incómodos divisaron a la muchedumbre que les pareció atractiva, acercándose a esta para provocar la histeria de las mujeres que aterrorizadas, intentaron llamar a la Policí­a. Para su triste suerte, la lujuria se habí­a apoderado de los rijosos que, convencidos de su deseo, cerraron la puerta para dar paso a la barbarie que concretaron aprovechando su superioridad fí­sica, sin que nadie pudiera detenerlos. Jadeando el placer prohibido que ya tení­an tatuado en la mente, los rijosos se abalanzaron contra las estudiantes para hacerlas suyas; los gritos de dolor que las ví­ctimas lanzaban al aire se perdí­an entre las melodí­as que el estéreo de ocasión lanzaba sin parar. Maniatada del cuerpo pero también del alma por el horror que sentí­a, Ariana suspiró como queriendo serenarse aunque todo estaba dicho: encima de ella estaba uno de los sujetos que la humilló sexualmente frente al resto de sus amigas. Luego de que los violadores huyeron con sus miserias satisfechas, las colegiales tomaron el teléfono entre un mar de llanto para notificar sobre su desgracia a las autoridades, que respondieron con el enví­o de una cuadrilla policial que nada pudo hacer para resolver el crimen de género. Durante varios dí­as, el hermetismo invadió el inmueble repleto de alumnas que se sometieron al terror de los acontecimientos, aunque sólo el paso del tiempo borró la sombra de los chacales que saciaron sus bajezas bajo el manto de la madrugada. Decidida a no repetir su infortunada odisea, Ariana regresó a su tierra para concluir los estudios que no pudo concretar en Saltillo debido a la maldad de sus “vecinos” que se llenaron de sexo con el sello de la impunidad.
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