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Lucía gritó por horas bajo los escombros

La distancia entre su cara y una loza de cemento era de apenas un palmo.

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La distancia entre su cara y una loza de cemento era de apenas un palmo.

Por: Agencias

Ciudad de México.- A la una y nueve minutos de la tarde del 19 de septiembre, Lucí­a Zamora trabajaba tranquila en su escritorio y cinco minutos después estaba atrapada entre escombros del edificio derrumbado de su oficina, en el barrio Roma de Ciudad de México.

De 36 aí±os, complexión delgada y dedicada a la consultorí­a de mercado, pasó más de treinta horas encerrada en un reducido espacio entre los escombros del edificio de seis pisos de la calle de Alvaro Obregón número 286. Lucí­a trabajaba en el tercero.

Afuera de la montaí±a de cascajo, unas 40 familias rezan para que sus seres queridos atrapados en ese inmueble sean rescatados sanos y salvos, como Lucí­a.

A casi cuatro dí­as de salir por el hueco que hicieron los rescatistas, Lucí­a sigue acomodando sus recuerdos, y después del “shock” dice que ahora busca saber por qué se ganó esta “segunda oportunidad” de vida. Pero eso lo hará con “tranquilidad”. Por lo pronto, no quiere salir de casa de su hermana.

Tiene claros varios momentos: “Comenzó a temblar y tomé mi celular y me dirigí­ a la recepción, y un compaí±ero, Isaac, nos decí­a que nos dirigiéramos hacia las escaleras de emergencia y no alcancé a llegar, me quedé a la mitad del camino cuando el techo se desplomó encima de nosotros”, relata.

Lo peor apenas empezaba: “Cuando terminó de caer todo (…) se escuchaban gritos, alaridos, gente llorando, y lo primero que hice fue tomar mi celular, ver si podí­a hacer una llamada pero no habí­a llamadas, después recuerdo que recé”.

“¿Escuchas ruidos?”

“Me di cuenta de que estaba ilesa, solo tení­a raspones, y que estaba al lado de Isaac”, que también fue rescatado el mismo miércoles 20 de septiembre en la noche, aí±ade.

En la obscuridad, Lucí­a perdió algo la conciencia del tiempo y espacio. “Creo que estaba parada, inclinada, recargada hacia la derecha, y a mi lado estaba Isaac boca abajo, prácticamente no podí­a moverme”, dice.

Entonces comenzaron a hablarse: “¿Estás bien? ¿No tienes heridas? ¿Estás sangrando?”, se preguntaron.

“Conforme pasaban las horas poco a poco fuimos aceptando la realidad y cada vez que escuchábamos ruidos gritábamos sin parar para que nos escucharan, gritábamos ‘¡Ayuda! ¡Estamos aquí­!'”, rememora.

Ambos se preguntaban qué habrí­a pasado con el resto de las personas del edificio e intentaban ubicar el lugar exacto en que estaban atrapados.

También dudaron de si habí­an hecho algo mal que les impidiera escapar a tiempo. Pero Isaac le decí­a: “í­bamos hacia la escalera de emergencia, hicimos lo que tení­amos que hacer”.

Se turnaban para darse fuerza emocional. Lucí­a por momentos le hablaba de que “dos pasos más” y tal vez hubieran muerto aplastados, aunque la mayorí­a del tiempo estaba animada por “el simple hecho de que seguí­a viva”.

Luego escucharon la voz de otra mujer que trabajaba en el cuarto piso; las gargantas para que los rescatistas los escucharan ahora eran tres.

“Paula ¿escuchas ruidos? ¿Qué se oye por allá?”, le preguntaban Lucí­a e Isaac.

La lluvia en la cara

“El rescate fue hasta el otro dí­a, no tengo muy claras las horas, pero como entre cuatro y cinco de la tarde (del miércoles 20 de septiembre) comenzamos a escuchar muchos ruidos y la maquinaria cada vez más cerca. Ahí­ fue cuando más y más nos unimos para gritar”, continúa Lucí­a.

Hasta que por fin “escuchamos decir a un hombre ‘¿están ahí­?’ y (…) nos llenamos de una alegrí­a muy especial”, describe. Pero pasaron otras cinco o seis horas para que fueran liberados.

Cuando ya sabí­an que la probabilidad de seguir con sus vidas era cada vez más alta, la voz de los socorristas fue su oxí­geno.

“Nos hací­an bromas, nos hací­an prometerles que les invitarí­amos una cena, me decí­an que ya habí­an visto una foto mí­a y que tení­a una sonrisa muy linda”, prosigue entre risas.

“Nadie debe perder la esperanza en la vocación de estas personas”. Hace una pausa, suspira y sigue: “estiré un brazo y el rescatista me tomó de la mano y para mí­ fue un respiro, aunque todaví­a no veí­a la luz, me pusieron un arnés y me terminaron de sacar”.

Al salir “estaba lloviendo y la lluvia en la cara fue la sensación más maravillosa de la vida, de gratitud, y todos (los rescatistas) aplaudí­an (…) cada vida que salvan es una gran celebración, lo toman como un nacimiento”, concluye Lucí­a.

Aún se dice “incrédula de haber salido con tan pocas heridas”: solo moretones, especialmente en su pierna derecha.

Con información de AFP

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